miércoles, enero 20, 2021

Narciso







Sobre tu mano,

mi mano.

Sobre tus labios,

mi boca.

Sobre tus ojos,

mi pelo.

Sobre tu cuerpo,

mi piel.

Sobre tus pasos,

mis pies.

Sobre tus palabras,

mi voz.

Sobre todo,

Yo.




Nota: Encontré esto entre mis cosas antiguas. En un documento fechado jueves, ‎3 ‎de ‎agosto ‎de ‎2006. Honestamente no recuerdo si lo escribí yo u otra persona a quien se lo copié sin anotar de quien era (cosa rara en mí, que respeto el derecho ajeno). En fin. Si es mío, bien. Si no, gracias.

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miércoles, octubre 21, 2020

Crear el problema y vender la solución.




Hoy en día todos necesitan vender algo, un producto, una imagen, una idea, lo que sea, no sé exactamente por qué. Por otro lado, todos quieren tener más cosas y pagar lo menos posible por ellas. La gratuidad está sobrevalorada. Ignorar el costo, es no entender cómo funcionan las cosas. La gente en serio cree que lo que les dicen que gratis es efectivamente gratis. Si el diablo existiera, tendría el infierno abarrotado de almas a las que torturar. Es más, si existiera, no tendría que preocuparse por recolectarlas. Con una buena estrategia de marketing podría tener todas las que quisiera. La gente es lo suficientemente estúpida como para no darse cuenta de que puedes envolver un problema en papel de regalo para que terminen pagando por las soluciones. Pero también hay que reconocer la habilidad que tienen algunos para convencer a los demás de las maravillas de las cosas innecesarias. De crear necesidades que no sabías que tenías. De obligarte a competir por algo que en realidad no quieres conseguir. Basta una linda presentación con muy buenas razones para tener algo para que caigas en sus redes. Eso es culpa de las debilidades no asumidas, creo yo. Si sabes lo que te falta y puedes conseguirlo, vas por ello y ya está, se acabó. Pero el problema radica en que algunas personas no son capaces de entender que lo infinito de las necesidades radica en no conocer la pirámide de Maslow. Y cómo los vas a culpar, si en el fondo todos somos tan inseguros que necesitamos validarnos en comparación con otros, porque nuestro punto de referencia ni siquiera es nuestro propio ego sino el ajeno. Es divertido cómo funciona la competencia: buscamos superar o al menos igualar sin darnos cuenta de que el vecino quiere exactamente lo mismo. Y en el país de los mejores terminan siendo todos iguales de mediocres. Es lo mismo, pero al revés, que como cuando tratabas de explicarle a tus padres una mala nota en el colegio. Les decías que todos habían sacado mala nota. Porque, claro, si a todos les va mal, a nadie le va mal. Para arriba es exactamente igual. En cualquier aspecto. Una vez fui a una cena de gala y me preocupé de cumplir con todos los elementos que la etiqueta exigía: me mandé a hacer un traje y una camisa a la medida, compré unos zapatos de suela que hasta el día del evento no había logrado amansar por lo que, además de la presión social estaba sufriendo físicamente, repasé los manuales de conducta por si se me iba algo que la poca práctica me había hecho olvidar, me afeité en una barbería e hice que me recortaran el pelo. Antes de salir me miré al espejo y perfectamente podría haber ido a una recepción con la reina de Inglaterra. Cuando llegué, todos estábamos vestidos exactamente igual y nos habíamos acicalado con el mismo esmero. Las mujeres a penas se diferenciaban por los colores de sus vestidos largos. Me instalaron en una mesa en medio del gran salón y, honestamente, hubiera preferido ir con jeans y zapatillas, para, al menos, estar más cómodo. Cuando un amigo supo que yo también iría quedamos de vernos para conversar un rato, pero llegados al lugar nos buscamos sin éxito. Quise llamarlo, pero nos habían quitado el teléfono en la recepción. Lo que él no supo fue que luego de buscarlo unos minutos entre toda esa gente que me parecía idéntica, me aburrí de hacerlo. Lo otro que no supo fue que cuando me cansé de tratar de dar con él, me fui a casa.

Instalado ya en mi sofá, mirando por la ventana y en calzoncillos y camiseta, me sentí un gran idiota por haber gastado tanto tiempo y dinero en estar elegante para la ocasión, en circunstancias que terminé luciendo igual que todos los demás. Me enojó estar en un lugar donde todos parecían sentirse especiales y resultó que lucían iguales y yo ni siquiera fui capaz de reconocer a mi amigo.

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miércoles, julio 03, 2019

La sonrisa de Borges.





Jorge Luis Borges dijo de sí mismo que no era una persona insensible, por el contrario, se definió como una persona “desagradablemente sentimental”. No sé qué razones tuvieron quienes lo caracterizaban como un hombre frío. Nada más alejado de la realidad. Es cosa de leer su obra, lo que demuestra la tremenda ignorancia de aquellos que han osado criticar su emocionalidad. Nadie con un corazón seco habría podido escribir las maravillas que nos dejó. Si alguien tuvo pase libre entre lo divino y lo humano fue Borges, ahí radica su genialidad. Moros, cristianos y los que no profesan una religión, han podido disfrutar de una literatura exquisita, legado de un genio de las letras como lo fue él. Eso, porque nadie pudo entender las cosas de la forma cómo lo hizo. 

Tuve la suerte de cursar un ramo sobre literatura contemporánea en la universidad. Antes de eso, Borges era sólo un apellido dentro de todos aquellos otros nombres que mi insignificante mente apenas podía retener y, menos, realizar una lectura comprensiva de sus obras, por lo que de haber leído algo de él, antes de entenderlo, seguramente lo relegó a mi casi infinita lista de pendientes. 

Pero no fue sino hasta esa oportunidad en que tuve la ocasión de analizar el trasfondo de sus textos. Para la mayoría, Borges es sinónimo de El Aleph. Y con razón. Pero debo confesar, también, que lo leí y me costó. Es decir, lo entendí, sí, no es complicado entender algo que está explícitamente señalado – además de lo fascinante de la idea del universo y la eternidad contenidos en un minúsculo objeto-, pero, además de esa interesante premisa, que dio lugar a otras, no le di más importancia al autor. De hecho, lo disocié a él y a su Aleph, dejado al autor como uno más y a su creación como algo perfectamente posible. Me hice de la idea, la traje a mi realidad y fui con ella un poco más allá. Recuerdo las conversaciones con mis amigos de la universidad sobre la posibilidad de abstraerse del tiempo y del espacio y ver todo desde afuera. Fue mi primer intento de desaterrizar -si esa palabra existe- la existencia. O sea, pensar en qué podríamos ver si tuviéramos todo lo que ha ocurrido, tiene lugar y pasará, ante nuestros ojos. Sin la opción de cambiar nada, pero adquiriendo una omnisciencia que nos convertiría en seres superiores por el sólo hecho de conocer cómo comenzó y cómo terminará todo. Hasta hoy, que, dada la información existente, es algo cuya posibilidad me provoca menos ansiedad que en mis veintes, pero no por eso dejó de ser una de mis ideas favoritas. Lo que no sabía, era que me faltaba la otra clave que Borges había dejado. Luego, me ocupé en otras cosas y, aparte de una mera inquietud, esa necesidad de conocer y entender quedó allí, en el sótano de mi mente donde estaba contenido el todo que de un modo inexorable me define. 

Así fue como llegué al curso de literatura y nos dieron a leer “El Jardín de los Senderos que se Bifurcan”. Entonces lo vi claramente. Todo estaba resumido en un cuento de pocas páginas. Pero más que un cuento, para mí fue como una brújula existencial que me situó en un lugar completamente desconocido y rodeado de todas las opciones posibles. Fue la semilla de mi árbol del conocimiento. Ya rumiaba el concepto de eternidad, ahora me habían presentado la idea de las infinitas posibilidades; pilares, ambos, del entramado de todo lo que existe. En ese momento comprendí que, a cada instante y sin saberlo, nos sentamos frente al croupier del mundo que nos dice que sólo podemos elegir una carta y que de ella dependerán todas nuestras otras elecciones. 

Pero, volviendo a la persona de Borges, él logró presentárseme como un faro en mi post adolescencia, un guía que me llevó de la mano de sus lecturas y me ayudó a abrirme paso por entre la oscuridad de mi propia ignorancia para darme de comer esa pizca de conocimiento que lo hace a uno sentirse vivo y querer más. Me aboqué a su obra y a su persona. Para aquella época ya había muerto, pero nadie muere hasta que se le olvida, y Borges se las había apañado, sin mucho empeño y puro talento, en convertirse en una persona dotada del don de la eternidad. 

Tengo una foto de él colgada en mi estudio. Está sonriendo. Y su sonrisa tiene algo de lo que pocas personas pueden presumir, porque ya estaba ciego y no podía sonreír en alguna dirección en particular, así que su sonrisa es para todos, es la cinta que envuelve los regalos que la humanidad ha recibido. Es honesta. Es simple. Es humildemente inteligente. A él no le importa que no lo comprendas, pero confía en que algún día entenderás todo, como lo hizo él, y podrás sonreírle de vuela.



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sábado, mayo 18, 2019

13/01/2018



Aquel sábado desperté más temprano de lo que quería. Había estado bebiendo la noche anterior y quería dormir un poco más, pero fue el frío lo que me arrancó de ese extraño sueño. Había un concierto en un lugar demasiado bonito, con árboles y gente sentada en mantas en el suelo. Con copas de vino y niños y era de noche y la temperatura estaba bastante agradable. También iba a venir mi madre, pero estaba comiendo en el salón de un hotel cercano al lugar con sus amigas. Fui a buscarla y estaba preciosa, como se veía de joven, alta, con un vestido negro a la medida y algunas discretas joyas, y me dijo con una sonrisa que se iba con sus amigas. Por alguna razón no quise volver al concierto y me dirigí a mi habitación en el hotel. Llené la tina con agua tibia, me metí dentro y me dormí. Desperté en el sueño con sensación del agua fría. El cuerpo entumido y, además, rodeado de gente que no conocía. Luego desperté de verdad, con mucho frío. Había estado durmiendo la última semana sobre la cama y tapado sólo con una manta, porque el calor nocturno hacía las noches insoportables. Pero al parecer, aquella madrugada había refrescado, influyendo en los acontecimientos de mi sueño, supongo. Me desperecé y fui a prepararme el desayuno. Esa mañana viajaba al sur, al cumpleaños de mi amiga de la universidad, "C", y pasaría a ver a mi madre, que me quedaba de camino. Por los tragos que sabía iba a beber, le había dicho a mi nana que llegara más tarde y no se apareció sino hasta cerca de las diez y media, cuando ya casi estaba listo para partir. Conversamos unos minutos y se quedó haciendo sus cosas. Bajé al estacionamiento, guardé mis cosas en el maletero y emprendí mi viaje. A medio camino llamé a mi mamá para avisarle que llegaría a almorzar con ella.

Cuando uno conduce por carreteras vacías no tiene mucho que hacer salvo oír música, ver el paisaje y darles vueltas a algunas cosas, así que estaba en eso, particularmente en el hecho de que desde el año nuevo me había estado persiguiendo la idea de la razón de mi venida a la capital hace exactos diez años. No hay mucho que pensar, es bien simple, me vine por amor. Conocí a una chica hace casi doce años, me enamoré de ella y decidimos casarnos. La verdad, yo decidí casarme un poco forzado por la necesidad de seguridad que ella me pedía. Seguridad que yo pensé le iba a dar casándome con ella. Así que nos comprometimos y pusimos fecha y a los tres meses nos habíamos convertido en marido y mujer. Pero no duró. Fue bueno al principio, pero pronto se acabó. No sé si cambiamos o si terminamos viéndonos tal cual éramos y no nos gustó lo que teníamos en frente. Esa misma noche, una chica me preguntaría de quién había sido la culpa y quise ser objetivamente honesto y decirle que de ambos -si es que podía haber un culpable- en la misma medida, cincuenta y cincuenta, pero la verdad es que siempre he pensado que ambos somos totalmente culpables, pero de dos cosas distintas: ella por exigirme ser alguien que no era; y mía, por haber dejado que lo hiciera, a mi total y entero costo.

Perdido en mis pensamientos, sentí que llegué demasiado pronto, así que crucé la ciudad recorriendo viejos lugares de cuando vivía allí y, cuando me aburrí de dar vueltas, me fui a lo de mi mamá. Ella me esperaba con la comida lista y hablamos de un montón de cosas. Le conté de mi sueño y conversamos sobre comprar un sitio para hacer una casa de campo. Sabiendo lo que me esperaba en la noche, dormí una siesta de dos horas y partí aún más al sur. Conducía y oía música y divagaba sobre lo mucho que extraño viajar con alguien a mi lado, en el avión, por las calles de ciudades extranjeras o en el asiento del copiloto. Aunque se duerma. Aunque me haga escuchar sus canciones de mierda. Aunque me haga parar en cada estación de servicio para ir al baño o para comprar golosinas. Mis compañeras de viaje siempre han tenido algo que hace que la travesía valga la pena. Aunque al final ellas mismas hayan terminado haciéndome querer lanzarme al camino con el auto en marcha.

Tomé la entrada norte y pasé muy lento por fuera de mi universidad. Mirándola desde el camino no lucía como la recordaba de hace casi quince años, cuando egresé, ahora lucía recargada de esculturas y llena de nuevos edificios. Eso, al menos, es lo que pude ver desde afuera. Me dejé llevar por la marcha del auto y fui al centro, a una cafetería a comer mi plato favorito, más por gusto que por hambre, y una vez satisfecho el antojo, me dirigí a la casa de mi amiga.

Vive en un suburbio que antes no existía y que desconozco cada vez voy a verla. Un lindo barrio con casas estandarizadas para el tipo de gente que habría sido yo mismo si no me hubiera ido de provincia, así que es muy seguro que hubiera comprado una casa por ahí. Ella sale a recibirme y nos damos un beso y un largo abrazo. Todos están junto a la piscina, los chicos juegan en el agua y sus padres conversan sentados en el pasto, tomando cervezas y otras cosas. Hay música y es un atardecer muy bonito y, curiosamente, lleno de verde. No conozco a nadie de los presentes, salvo a los dueños de casa. Me hago de una silla y los oigo hablar. No entiendo muy bien de qué están conversando, hasta que mi amiga se instala junto a mí y nos ponemos a charlar. Luego, llega otro compañero del curso, F, y su señora A, una chica que entró a la carrera el mismo año que mi novia de casi toda la universidad y mi amiga se va a hacer sus cosas de anfitriona y me deja hablando con ellos. La mujer de mi compañero, A, a la que ubicaba, pero no conocía personalmente y más que nada por las cosas que me había contado mi amiga de ella, resulta ser muy simpática y me llama la atención la forma cómo me recordaba. En aquellos años, cuando avanzaba a tientas en la oscuridad de la incertidumbre que provoca el ignorar quién soy y en quién me voy a convertir, yo sólo quería pasar desapercibido, y no me interesaba mucho hacer amigos salvo los que ya tenía, y vagaba por la universidad vestido completamente de negro. Antes de que existieran los emos y los darks, yo ya vagaba por la universidad arrastrando mi oscuridad por los pasillos, la biblioteca, la cafetería, las salas de estudio y, por supuesto, las aulas. Tan inseguro como sigo siendo y aunque ahora me pueda permitir vagar por el mundo, realmente trato de no ser notado. Entonces ella va y me dice “te recuerdo porque siempre andabas vestido de negro”. No era la primera vez que me lo decía gente extraña. Al parecer mi plan de discreción fue un rotundo fracaso y el negro terminó por llamar la atención. Por ella, también, me entero de que una chica que me gustaba mucho en la universidad se había casado ese mismo día y no siento nada. Me pasa, a veces, que me gusta alguien y lo olvido hasta que vuelvo a verla. Necesito la presencia de alguien para poder definir lo que siento. Si ya no está más, es muy difícil ser concreto, porque los sentimientos se me difuminan y se transforman en otra cosa que no sé qué son. Pueden ser buenos recuerdos o puede que no, pero sé que no son exactamente lo que me provoca la presencia de la gente.

Al rato, y más entrada la noche, llegan otras personas que conozco y que no veía hace mucho y converso con ellos, me entero, a simple vista, que la novia de un amigo (cuyo hermano gemelo también fue mi compañero y aún somos muy amigos; de hecho, almorzamos juntos cada tanto y me ha invitado un par de veces a su casa) está embarazada. Dice que le falta muy poco y que será una niña. Le digo que se ve muy linda, porque de verdad se ve muy linda con su panza y todo. También felicito a mi amigo. La noche avanza y veo que ya casi no queda nada para beber y me ofrezco para ir a comprar, pero como también he estado tomando, no quiero conducir. Y aquí la importancia de llamar a la señora de mi compañero como "A". 

Resulta que A, por esta noche, es la conductora designada de la pareja, ante lo que le pido que me acompañe. Cuando volvemos, C y su marido están embromando a F en la cocina y hacen un silencio cuando entro. Les pregunto de qué hablaban y mi amiga me dice que de mí. Los miro con cara de no entender de qué podrían estar hablando y es mi F el que me cuenta que se había acordado de que cuando estaba empezando a salir con A -con quien vengo llegando, porque me acompañó a comprar-, pasó algo que terminó de ocurrir ahora, más de quince, si no veinte, años después. 

Fue en una fiesta en la que estaba casi todo el curso, en casa de los padres de C, fiesta que yo no recuerdo muy bien, para ser sincero. El asunto es que se produjo una situación similar a la de aquella noche y que yo me ofrecí a ir a comprar, pero que necesitaba que alguien me acompañara, y que entonces, A, a la que sólo ubicaba de vista, se iba a ofrecer. Pero sus intenciones se vieron diezmadas por la perentoria, específica y desde lo más profundo de su ser, orden de mi compañero “no vayas con ÉL”. “Él” era yo. Cosa rara, no sé qué idea tendrían de mí algunas personas. Por supuesto, nunca me enteré de aquello en la fista, hasta ahora. Le di las gracias por inflarme un poco el ego, asumiendo que tenía que ver con sus propias inseguridades, y la noche siguió como si nada.

En un momento dado, la novia embarazada de mi amigo estaba tratando de sentarse con las piernas en alto porque, dijo, tenía los pies hinchados. La verdad es que se los miré, pero no sabía cómo eran sus pies normales, así que fui por unos cojines y ayudé a mí amigo a levantarle las piernas, para aliviarla un poco. Me senté junto a ella y nos pusimos a conversar. Hablábamos de los hijos, lo que significan, lo que implican y por qué yo no tenía. Había varias razones y el tema dio para mucho, pero terminamos hablando de mi matrimonio fallido, que, de pensamiento recurrente, también estaba pasando a ser un tema recurrente, y de la repartición de responsabilidad en su fracaso. Entonces se apagó la luz y mucho más que eso no hablamos.

Hizo su aparición el marido de C con la torta de cumpleaños y algunas velas encendidas, todos comenzamos a cantar el “Cumpleaños Feliz”. Por alguna razón, de la que no me enteré, le cantamos dos veces. Comimos del pastel que estaba muy rico y seguimos bebiendo y conversando. 

Al final de la noche, quedábamos muy pocos ya. Yo estaba borrachísimo. Tanto, que había considerado seriamente adoptar uno de los pequeños gatos que mi amiga estaba regalando. Por suerte esa idea nunca prosperó. La cosa es que al rato hablábamos de mi tormentosa vida romántica y lo que más recuerdo es haber usado la expresión que ya me habían dedicado, le dije que era un “lisiado emocional”. Que había algo que me faltaba, pero no le podía decir qué era -porque en verdad no lo sé-, cuando mi amiga me lo preguntaba. Repasamos mis breves e insignificantes últimas relaciones y ella insistía en saber qué era lo que, yo no sabía, me faltaba: qué ninguna me parecía lo suficientemente acertada en comparación con alguien que sí. A continuación, me deshacía en excusas, pero ninguna la convencía. Le hablé de una chica muy especial con la que había estado, pero que era de lejos y de las muchas malas razones por las cuales era complejo estar juntos, ella asentía condescendiente y yo arremetía con más excusas. Me preguntó si estaba enamorado de ella, porque -agregó- sonaba como una chica lo "suficientemente acertada". Le dije que no sabía, pero sólo porque no recordaba cómo era estarlo, pero lo que sí sabía, es que era adictiva. Esas palabras utilicé y le expliqué que me refería a que puedes sentir cuando te hace falta. Que sé que me hace bien, pero que, dadas mis limitaciones emocionales, tenía miedo de no ser capaz de controlar lo que saliera de mí, si simplemente lo dejaba ir. Que más que un presentimiento, era un presagio. Y cuando estoy diciéndole eso, sin querer pienso en aquello de que quien trata de evitar su destino sólo contribuye a crearlo. Me miró y volvió a preguntármelo. “¿Pero la amas?”. No sabía qué decir, salvo que la verdad es que todo es tan complicado. Tomó mi mano, me miró sonriendo y me dijo “Si no es complicado, entonces no es amor; y si es amor, -giñó un ojo- es inevitable”. 

Ahora, no sé qué pensar de eso. No sé qué pensar de todo. O de nada. No sé. En verdad quisiera que todo fuera mucho más simple. Que yo no fuera yo. Sino ese que los demás creen que soy.


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jueves, noviembre 16, 2017

T4S



Esperar por una conexión de un vuelo retrasado en la terminal semivacía de un aeropuerto es como un mundo dentro de otro mundo dentro de otro mundo del cual sólo puedes escapar subido en un avión al que le queda demasiado tiempo para llegar y llevarte a casa. 

Matas el tiempo con cosas relativamente entretenidas, las primeras horas, luego de eso, vives la repetición de la repetición de un programa de televisión que apenas te hizo gracia la primera vez. Recorres la terminal de punta a cabo. Primero en las bandas caminadoras y sin prestar mayor atención. 

Luego optas por caminar, lento, buscando qué hacer, cuando inevitablemente te quedas mirando las pantallas de salidas y llegadas a ver si tu vuelo aparece al final de los horarios que muestra, para luego estar atento a su escalada hasta que, cuando esté por llegar al tope, vayas a hacer la fila interminable de gente que no sabes de donde salió para, por fin, abordar. 

Te quedas viendo la pantalla y como sabes que no hay nada que te interese por ahora, lees los otros lugares anotados. Lugares con nombres extraños y otros con nombres familiares que titilan y van cambiando de posición conforme pasa el tiempo. Piensas en que deberías ir a alguno de esos lugares algún día, pero te invade la sensación de saber que lo más probable es que no lo hagas. Porque has armado tu vida de tal manera que casi la has cerrado por fuera. Entonces esos lugares se convierten en una fantasía, pero sabes que, al mismo tiempo, son la realidad de otras personas. Realidades en las que tú no existes ni vas a existir. Tratas en vano de hacer una lista mental de lugares por visitar y vas ordenando las ciudades que has elegido desde las más interesantes a las más prescindibles. 

Pero la constante es la misma. Sabes que no las visitarás. Porque estás atrapado en tu propio cuerpo y sólo puedes ser esa persona y no otra. Y esa persona que eres ha elegido una vida donde viajar se ha convertido un pequeño sueño del que despiertas demasiado pronto. No es que te angustie pasar trescientos cincuenta días en un solo lugar porque no puedes hacer otra cosa, sino el hecho de que ya elegiste una vida que excluye todas las demás posibilidades. 

O tal vez sólo sea miedo de hacer lo que realmente quieres por temor a perder ese lugar que tanto te costó conseguir y que llamas hogar. Piensas que sería genial habitar otros cuerpos y hacer todo lo que quieres sin perder la seguridad de estar en casa. Luego piensas que puede que tomes la decisión y, en seguida, el presentimiento de que no vivas lo suficiente para ver todo lo que quieres ver te acosa como un fantasma y vuelves a tener miedo. Entonces sigues viendo los nombres de ciudades parpadear en la pantalla y no hay una chance de que tu vuelo aparezca pronto, así que sigues tu camino hacia el otro extremo de la terminal y decides quedarte a ver los aviones llegar e irse sin ti a todos esos lugares que imaginas. 

Sientes ganas de fumar, pero no has visto ningún lugar apropiado para hacerlo. No puedes salir y volver sin pasar por policía internacional y el solo hecho de pensarlo te hastía. 

Vas a la máquina de bebidas y compras una coca cola. Das unos cuantos sorbos. Escarbas en tu bolso de mano hasta que das con dos de las pequeñas botellas de whisky que compraste en el duty free. Miras en todas las direcciones, disimuladamente, y sólo por precaución y vacías el contenido de las botellitas. Agitas suavemente el brebaje y ¡voilá! Ya tienes con qué aturdirte hasta que sea la hora del vuelo. El sol estival desciende lentamente tras unas colinas, sientes que la luz te baña de dorado, pero ni aún así te sientes un poco especial. Eso dura poco, y el brillo del sol comienza a dar paso a la penumbra que invade todo lo que ves. 

Sigues inmóvil lo que parecen horas y los aviones no paran de ir y venir. El tiempo se mide distinto en ese lugar. Los relojes convencionales no sirven. Los números que ves en las pantallas indicando las llegadas y salidas son meramente referenciales. Tratas de dormir y maldices al puto genio que diseñó los asientos del aeropuerto de manera tal que sea imposible coger una posición decente para descansar, así que eliges el suelo. Junto a la ventana. Con el bolso por almohada y un poste metálico por respaldo. Has acabado tu bebida, pero el sueño no viene. Ni el hambre. Ni nada. Le das vuelta a eso de habitar en otros cuerpos que hagan cosas por ti y caes en cuenta de lo absurdo de la idea, ya que si lo piensas, tendrías que dividir tu consciencia y convertirte en un ente colectivo y, por más que nos esforcemos, las sensaciones son algo físico intransmisible. Las experiencias se filtran en los cuerpos y salen hechos algo inexorable. Y concluyes que si tu idea fuera posible, podrías tener mil sensaciones distintas, pero no entenderías ninguna, porque apenas puedes con las tuyas propias.




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viernes, junio 02, 2017

A La Deriva.




Debimos haberle hecho caso a la señora que nos rentó el bote, cuando nos advirtió no ir más allá de la línea que trazaban las rocas que funcionaban como un muelle natural, porque la corriente era caprichosa y nos llevaría a cualquier lado. Sin embargo, nos adentramos en el mar y remamos por turnos hasta que no dimos más de cansancio y nos echamos una pequeña siesta y al despertarnos era de noche y la costa parecía demasiado lejos y lo estaba, así que remamos de vuelta, pero no sabíamos decir si avanzábamos o la corriente nos estaba devolviendo mar adentro, así que decidimos navegar en paralelo, vigilando las luces que estaban a nuestra derecha hasta que se apagó la última y nadie sabía guiarse por las estrellas, lo que no tenía sentido tampoco, porque el cielo estaba encapotado y apenas veíamos nuestros propios rostros y comenzó a soplar el viento, pero como estábamos en un bote a remos, no teníamos una vela, porque sí sabíamos que cerca de la costa el viento sopla hacia tierra, pero esa información no nos servía de nada porque nuestro bote era a remos y, como dije, no tenía vela. Pensamos incluso en usar nuestra ropa como vela, amarrándola a uno de los remos, pero convinimos en que eso era realmente estúpido, pues nuestras ropas no eran lo suficientemente grandes como para abarcar el área que necesita abarcar una vela decente y, además, porque ya hacía mucho frío y era lo único que teníamos para cubrirnos, así que descartamos esa muy mala idea y tratamos de pensar en otra cosa para orientarnos y pasó mucho tiempo en el que sólo tuvimos malas ideas hasta que se nos ocurrió que dejáramos que el bote fuera arrastrado por la marea, lo que básicamente era lo que estábamos haciendo todo ese tiempo en el que tratábamos de hallar una solución a nuestro problema, y que, sin embargo no nos estaba llevando a ningún lugar o al menos no había ocurrido nada que nos permitiera darnos cuenta de aquello.

Así que nos quedamos allí, en silencio, acostumbrados ya a la oscuridad y siendo capaces de distinguir nuestras formas. El silencio era más bien una necesidad porque el mar y el viento creaban un ruido blanco que nos obligaba a gritar para comunicarnos las estúpidas ideas que estábamos teniendo. Entonces nos quedamos callados a ver si se nos ocurría algo que realmente fuera útil, pero tuvimos que volver a hablar, a gritar, en realidad, cuando una fuerza ajena a nosotros, o interna, no estoy seguro, nos remeció y yo que estaba en la popa del bote casi me fui de bruces pero alcancé a afirmarme del tablón que hacía las veces de asiento. El remezón fue producto de lo que se conoce como la inercia, esa fuerza, según la cual, cuando un cuerpo en movimiento es súbitamente detenido, tiende a seguir en la misma trayectoria recta que llevaba inicialmente. Y así fue como fuimos súbitamente detenidos por la playa donde habíamos encallado, pero para nosotros, en nuestras circunstancias, encallar era una cosa buena, no nos importó la violencia con la que nos trató la ley física ya descrita, ya que al menos sabíamos que nuestro deambular oceánico había terminado en una playa a los pies de un acantilado, según descubrimos más tarde, y de donde ahora teníamos que salir de alguna manera.

Echamos el ancla en la arena, porque el bote tenía una pequeña ancla y pensamos que si la tenía era porque servía para algo, además, según pudimos notar luego de un rato al tocar con nuestras manos la arena y sentirla más o menos seca, estábamos en el límite de la marea alta, por lo que no había forma de que el bote fuera arrastrado hacia adentro producto de la entrada de agua en la costa. Luego caminamos, cada uno hacia una dirección opuesta, yo hacia el sur y él hacia el norte, cosa que era fácil de deducir pues el mar se encontraba en el oeste, y quedamos en que luego de ciento veinticinco pasos largos, que son algo así como una cuadra, nos devolveríamos ciento veinticinco pasos largos para encontrarnos de nuevo y hablar sobre lo que habíamos encontrado para poder tomar una decisión sobre lo que haríamos a continuación. Quedamos, también, en que en el paso sesenta y dos y medio, la mitad de ciento veinticinco, caminaríamos en forma perpendicular hacía el lado contrario al mar para tratar de ver si es que había alguna forma de salir del acantilado junto al cual nos encontrábamos, luego volveríamos al lugar del paso sesenta y dos y medio donde habríamos dejado una gran marca en la arena y si no la encontrábamos tendríamos que caminar un poco hacia el sur o hacia el norte hasta encontrarla, en caso de que al caminar perpendicularmente nos hubiéramos desviado un poco producto de la desorientación que produce la oscuridad o del cansancio o una mezcla de ambas. Así que nos pusimos en marcha, cada uno en la dirección acordada y apenas le di la espalda ya no lo vi más porque la oscuridad lo consumió, tal como seguramente debió consumirme a mí desde su punto de vista. Si bien era noche cerrada podía distinguir la espuma de las olas a mi derecha así que trazaba la línea recta de mis pasos de modo tal que no se toparan con el agua que iba y veía. Caminé tratando de no perder la cuenta de mis pasos porque me distraigo con facilidad, así que inventé un método para no perder la cuenta. Al dar mis primeros pasos noté que algo crujía bajo mis pies, y resultó pues que eran pequeñas conchitas y ahí se me ocurrió recogerlas y llevarlas en la mano, así, por cada diez pasos metía una conchita en mi bolsillo derecho. Cuando llegué a la conchita número seis, que metí religiosamente en mi bolsillo derecho, casi en un ademán que había adquirido con las otras cinco, di dos pasos largos y uno más corto he hice una marca en la arena con la punta del pie. Una equis que cortaba en cuarenta y cinco grados la línea que iban formando mis pasos. Desde el centro del ángulo recto que de la equis que se abría hacia el acantilado, tracé una recta que la dividía en otros cuarenta y cinco grados y comencé a caminar hacia el borde del mismo. Avanzaba arrastrando los pies para marcar una línea con la que guiarme de vuelta y no desviarme del lugar donde había señalado el paso número sesenta y dos y medio.

Cuando llegué al borde del farallón, lo único que podía ver era una gran pared de piedra que se alzaba hasta la oscuridad del firmamento y nada que indicara que era posible escalarla sin riesgo. Avancé tanteando la pared treinta pasos hacia el norte y luego sesenta hacia el sur y luego treinta hacia el norte, sin éxito. Esa, definitivamente, no era la salida. Volví a la gran equis que había marcado en el paso sesenta y dos y medio y reanudé mi marcha, según lo acordado, y metiendo una conchita en mi bolsillo derecho cada diez pasos. Al paso ciento veinticinco hice el mismo ejercicio que en el paso sesenta y dos y medio, incluidos los treinta pasos hacia el norte y luego sesenta hacia el sur y luego treinta hacia el norte, pero esta vez, en el paso veintitrés hacia el norte, una salida en la piedra, donde había empotrado el pasamanos de una escalera casi tallada en la piedra, me devolvió la esperanza de que no estábamos tan perdidos y que algo de civilización había en el lugar el que habíamos ido a parar. Comencé a subir, y a unos diez metros de altura, es decir, casi el veinticinco por ciento de lo que después descubriríamos era el total aproximado del muro de piedra, donde una loza de concreto reiniciaba la escalera pero en la dirección opuesta a la que venía, decidí que lo mejor era devolverme, tal como habíamos quedado, para relatar mi experiencia.

Desandé mis pasos hasta el punto de encuentro. Él ya había llegado y me esperaba sentado en la arena, a unos cinco metros del bote, justo frente a su proa. No me oyó venir hasta que estuve justo a su lado. Me pareció incluso que dormitaba. Me contó que no había encontrado nada, aunque yo pensaba que no había sido lo suficientemente meticuloso, pero, sin embargo, como ya había encontrado una solución, creí que lo mejor era no echárselo en cara. Luego le conté sobre lo que había hallado y nos pusimos en marcha hasta la escalera. Mis marcas en la arena aún estaban ahí. De hecho, al volver, había arrastrado nuevamente los pies para ir formando una gruesa línea para guiarnos. Al llegar a la escalera, comenzamos a subir. Tenía una vuelta en ciento ochenta grados, en un pequeño descanso, cada diez metros, según calculamos. Eran tres, por eso la suma hasta la cima, nos dio cuarenta metros aproximadamente. Al emerger de la escalera nos encontramos en un lugar que parecía un caserío abandonado, aunque la verdad es que efectivamente era un caserío, un condominio, para ser exactos, pero no estaba abandonado, sino que por ser invierno, sus propietarios no venían tan a menudo como en otras épocas.

Caminamos por lo que parecía una calle principal hasta que dimos con un portón. A esas alturas ya algo veíamos, pues las luces del camino costero alumbraban a lo lejos y sus emisiones luminiscentes alcanzaban levemente nuestros pasos. Cuando se nos acabó el camino, comenzamos a buscar la salida. Topamos con un portón de madera lo suficientemente alta como para no dejar entrar, pero lo suficientemente baja como para poder saltarla sin mucho esfuerzo. Tratamos de abrirla, pero estaba con llave. Miré mi reloj y marcaba las dos y treinta y ocho minutos de la madrugada. Miramos en derredor por si había alguna luz que nos indicara si la persona que cuidaba el lugar estaba por ahí, incluso, tomando cada uno una dirección diferente, fuimos en su búsqueda, pero nada. Salvo las luces del camino, no había algo que nos diera una señal de alguien que pudiera ayudarnos. Al encontrarnos nuevamente frente al portón, consideramos nuestras opciones y la ganadora fue saltar la reja de madera de unos dos metros de alto, que, aparte de algunas puntas de hierro, no parecía ofrecer mayores dificultades para escalarla, al menos desde dentro, la cual era nuestra situación. Primero subí yo. Apoyé el pie izquierdo en la caja de la cerradura de sobreponer, me así de los fierros con púas y me impulsé con el pie derecho, el que dejé suspendido mientras me impulsaba nuevamente, pero esta vez con el derecho, para saltar atléticamente hacia el otro lado, donde caí con ambos pies. Incluso quedé con los brazos en alto, como en una salida olímpica que hasta el más severo de los jueces me hubiera dado un nueve coma cinco, al menos. Él hizo lo mismo, pero con menos elegancia, en mi opinión, pues aterrizó con el pie derecho primero y al bajar el izquierdo perdió el equilibrio y tuve que tomarlo de un brazo para que no cayera.

Miramos el condominio por fuera para ver si lo reconocíamos, también miramos el camino por si alguna señalética nos mostraba donde ir a continuación. Un automóvil pasó a tal velocidad, que no nos dimos cuenta hasta que lo vimos aparecer por una curva y perderse por otra dejando una estela de viento frío tras suyo. Concluimos que venía de algún lado -claro, todos vienen o van a algún lado- y que posiblemente iba de regreso al pueblo, así que avanzamos en la misma dirección. Efectivamente, luego de una media hora de caminata y algunos trechos en absoluta oscuridad, seguramente, el tramo en que perdimos de vista de la línea costera desde el mar, algunas casas tenuemente iluminadas nos indicaron que lo más probable era que íbamos en la dirección correcta. Nos pasaron algunos vehículos más sin detenerse, pero como nosotros íbamos junto al carril en que los vehículos circulan en sentido contrario, estábamos relativamente tranquilos de que si enfrentábamos algún auto que viniese en la dirección contraria, podríamos ponernos a resguardo. Luego de andar aproximadamente una hora, porque cuando pude ver nuevamente mi reloj ya eran las cuatro con doce minutos, llegamos al pueblo.

En el camino habíamos resuelto que teníamos que hablar con la señora de los botes para que lo fueran a rescatar, así que fuimos directamente a su casa. Llamamos a la puerta y ella misma salió a atendernos. Nos dio la impresión de que había estado despierta desde siempre, aunque lucía cansada -lo que pudo ser por su edad, a la que se duerme poco y si, además, se ha vivido mucho, como parecía haber ocurrido con ella-, pero no se veía enojada con nosotros. De hecho, casi pude notar que suspiraba de alivio. Nos contó que había llamado a la guardia costera hace unas horas y que nos estaban buscando. Así que corrió hacia su negocio, que estaba junto a la casa y donde tenía una radio, para avisar que habíamos aparecido y que estábamos bien. Dijo unas cosas con unas letras, unas cus y unas úes y unas aes y unos números, que nunca supimos qué significaban, luego volvió con nosotros a su casa y nos ofreció café y galletas, lo que aceptamos gustosos. Le indicamos dónde había quedado el bote en un mapa que extendió sobre la mesa. Pudimos darle la ubicación exacta con la medida de los pasos que utilizamos para recorrer la playa y nos dijo que aunque habíamos sido inteligentes al hacer aquello, fuimos muy tontos por no hacerle caso, lo que era muy cierto. Nos despidió tranquilizándonos con que al amanecer mandaría a alguien por el bote. Ofrecimos pagarle por las molestias pero no aceptó, así que agradecimos su buena disposición y nos marchamos de vuelta a nuestra cabaña donde nos esperaban nuestras novias no muy contentas, pero aliviadas de que estuviéramos de regreso.

Se abalanzaron sobre nosotros y nos inspeccionaron para ver que no nos faltara nada. Estábamos sucios y malolientes, pero sin embargo no dejaban de abrazarnos y besarnos como si hubiéramos sobrevivido a algo terrible. No sabían qué había sido de nosotros aún, pensaban que nos habíamos ido por ahí a beber o por el estilo y que el paseo en bote había sido una excusa para librarnos de ellas por algunas horas, lo que no era cierto, pues el propósito de nuestro viaje, al menos el de mi hermano y mío, era precisamente recorrer la costa en bote, pues papá nos solía llevar a pasear desde que éramos pequeños, y hasta hace no mucho tiempo, sin dejarnos remar ni una sola vez, y como había muerto hace un par de meses, consideramos que hacer lo mismo por cuenta propia era un bonito homenaje a su memoria. Nuestras novias habían pasado la noche en vela, nos sirvieron un trago y escucharon atentas nuestra historia, reprochando nuestra imprudencia cada vez que hacíamos una pausa en el relato, con lo que estábamos de acuerdo, pero hubiera sido peor, en mi opinión, si nos hubieran acompañado. O tal vez no hubiera pasado nada, porque nos habrían obligado a no ir más allá de las rocas, tal como nos dijo la amable señora dueña de los botes, en primer lugar.

Luego, cuando ya no hubo nada más que hablar o beber, mi novia y yo nos fuimos a la cama y nos quedamos muy juntos, ella de espaldas y pegada a mí, para que la abrazara por detrás. Nos mantuvimos de ese modo, casi sin movernos, hasta que amaneció. Cuando el sueño me estaba venciendo y mientras contemplaba las doce conchitas que guardé en mi bolsillo y que le había dado de regalo a mi novia, las que había dejado en la mesita de noche junto a la cama, la oí susurrar algo, seguramente porque pensaba que yo dormía, al tiempo que sus finos y blancos dedos dibujaban líneas imaginarias entre los pliegues de la sábana. Dijo: “ojalá el mar te hubiera llevado lejos, donde se funde con el cielo, y no tuvieras que habitar justo en el centro de mis tormentas”.



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sábado, febrero 13, 2016

Cazador.



La presa estaba justo frente a mí. No me veía, pero estaba alerta. Se agazapaba en el matorral que era su única protección. No había un tú o yo. Sólo su suerte de que errara mi tiro, un tiro certero desde mi posición.

Me hice cazador porque me cansé de huir. Era yo el perseguido. Siempre en la mira. Escapando, incluso de lo que no me perseguía. Aullaba a la luna por un poco de compañía. Para no morir solo, que seguro iba a pasar. Me rozaban las balas y me herían. Pero nunca pude morir. Porque mi muerte iba a ser la certeza del disparo que buscaba. No quería morir en manos de nadie que no fuera mejor que yo en eso de matar. Por eso me perdí en el bosque.

Vagué años antes de entender que cazar o ser cazado es de lo que se trata la vida. Vivía de lo que encontraba. Bebía lo que había para beber. Y dormía en cualquier lugar. Todo daba lo mismo, porque buscaba matar lo que me habría de matar a mí.

Esa mañana había dejado una nota en mi cabaña. "No volveré si no es para cenar mi destino derrotado". Salí sin cerrar. Dejé atrás todo lo poco que tenía. Me interné en la oscuridad de los árboles y, junto al río, me tendí a esperar. Días. Noches. Y más días. Y más noches. Porque no me iba a rendir.

Una mañana, mi presa quiso beber. Había recorrido su vida hasta el momento en que debía toparse conmigo. Y no me vio. Su final le apuntaba sereno. Como si no le importara.

Le dejé beber. Saciar su sed de semanas. Que sintiera el agua fresca recorrerle hasta que se saciara. Sin prisa. Disfrutando la satisfacción de volver a vivir luego de tanto tiempo caminando.

Cuando llegó el momento, mi dedo en el gatillo no vaciló. El ruido sordo del disparo vació al silencio de su calma. Los pájaros huyeron. Los árboles temblaron. El viento se detuvo un instante.

Entonces vi a la muerte.  Al otro lado. Tan lejos como tangible. Acarició a mi presa que yacía inerte y aún tibia. Contuve la respiración y volví a jalar el gatillo, pero no le di a nada.

La muerte vino hacia mí. Se sentó junto al matorral que me ocultaba y vi sus ojos sin expresión. Fue ahí cuando entendí que nada que deba morir sería mío.

Tú no das la vida, pero la quitas –dijo-. Eso no te convierte en un dios. Sólo eres un pequeño tirano esperando ser tiranizado. Porque de eso se trata la cacería. Pierdes un poco de vida con cada una que tomas. Porque no cazas para vivir, sino para vaciar tu existencia de aquello que hace latir tu corazón. Más te valdría disparar al aire si es que crees que un ángel podría caer muerto a tus pies. Al menos eso sí podría pasar.




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jueves, septiembre 17, 2015

Delicias conyugales.




Habíamos tenido tantas veces la misma discusión que ya la oía sin interés. Habría podido recitar sus argumentos si hubiera querido, pero no quería. Lo que quería era que se callara. Cuando por fin fue mi turno de hablar, si es que en ese monólogo existía tal cosa, me limité a mirarla y a beber de mi copa. Ella exigía una explicación que yo no tenía. Tampoco tenía ganas de esforzarme por encontrarla. Nada iba a cambiar de todas maneras.

Desde mi rincón vi volar los platos. La comida en el suelo. Y sus manos cubriendo su rostro. Nunca pude averiguar si lo que realmente sentía era rabia, porque su ausencia de entusiasmo o su cansancio, no sé, eran para mí un guion malamente ensayado.

Recuerdo haber ido por cosas para limpiar, mientras ella se encerraba en nuestra habitación que, para esos efectos, se convertía en su fortaleza.

Puse la televisión sin volumen y esperé a que viniera el sueño. En mi cabeza giraban ideas incontables, pero todas terminaban con sangre. Apagué el televisor y puse música. Encendí otro cigarro y decidí hacer algo. No en ese momento. Quería pensarlo mejor. Así que decanté mis pensamientos con alcohol hasta que casi me dormí en el sofá.

Cuando espabilé, ya era de madrugada. No hacía frío. Tomé las llaves del auto y salí. Di vueltas por la ciudad buscando algo que no encontré. Hasta que por fin todo pareció encajar. Me acerqué a un cajero automático y saqué todo el dinero que pude. Tiré una moneda y la cara de un prócer de la patria me dijo que fuera hacia el norte. Lo que no me dijo era si debía volver en algún momento.

La carretera se abría para mí como las piernas de mi primer amor. Con facilidad. Con calma. Sonriéndome. Y yo, torpe, sólo pensaba en mí. El sol despuntaba cuando el hambre pateó mi estómago. Pasé a una bencinera a cargar combustible y comer algo. Devoré con furia, pero no toqué el café. Lo dejé para después. Una vez afuera, la hora más fría era tan inclemente como se supone que debe ser. Los camiones hacían vibrar el suelo donde estaba sentado mirándolos pasar.

En retrospectiva, ha sido una de las pocas veces en que me he sentido un tipo normal. Con un café en una mano, un cigarro en la otra y algo que hacer. Las decisiones no se me daban tan bien en ese entonces, pero de viajar no me he arrepentido nunca. Volví al auto y tome la carretera otra vez. Puse la radio, busqué alguna canción de la infancia en una radio AM que me acompañaría tanto como el alcance de la estación, hasta que la encontré. Despecho. Soledad. Traición. Abandono. Eso era el amor en los ochentas. Eso ha sido el amor desde siempre.

Bajé las ventanillas para que entrara ese aire violento del exceso de velocidad. Para que se llevara hasta el último vestigio de duda que pudiera quedar. Pero la duda es como una mala idea, tentadora y perversa. Así que viajé con ella. Por si algún día decidía volver.

Tome la salida que debía tomar. Entré en una ciudad que apenas alcanzó a conocerme. Casi no había gente en las calles. Las almas viejas que me veían pasar se me quedaban viendo. Yo les sonreía de vuelta. Me detuve y conseguí un periódico, leí las noticias locales y noté que todo seguía igual. Luego pasé a una tienda, compré mi excusa, bellamente envuelta en un papel tan brillante como la mentira. Volví al auto y enfilé por la calle principal hasta los suburbios. Los vecinos paseaban a sus perros. Las vecinas trotaban. Y uno que otro jardinero embellecía ese paisaje idílico.

Me detuve frente a una casa pintada de azul. Apagué el motor y bajé. Me miré en el reflejo del espejo del conductor y deseé no haber pasado la noche en vela. Me arreglé el pelo y enfilé por el camino de la entrada. Saqué las llaves de mi bolsillo y entré en silencio. Subí al segundo piso y entré en su habitación. Mi mujer dormía plácidamente. La besé en la frente y ella sonrió. Me miró soñolienta y le mostré orgulloso las flores que le había comprado. Ella saltó de la cama y se colgó de mi cuello. Me besó como a un soldado que vuelve de la guerra. Me acosté junto a ella y dormimos abrazados. Extrañaba su olor. Su calor. Su piel siempre blanca y suave. Por un momento me sentí en casa otra vez. Y me hubiera gustado que el hogar que siempre he buscado fuera ese instante de claridad. Porque un hogar no es un lugar, es el momento en el que quieres vivir.


Uno nunca sabe dónde está el cielo hasta que lanza una moneda al aire.


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domingo, junio 21, 2015

Fundido a Negro.



"Famoso, adj. Notoriamente miserable". -Ambrose Bierce.


Las historias que tengo para contar son lo de menos. Mi vida no son mis historias, como creen. Mi vida es lo que no se cuenta. Un reducto de soledad y buenas canciones. Eso es lo que guardo para mí y es lo mejor de mí. Lo que tengo que contar es lo que no puedo dejar guardado. Son las tormentas que pasan sólo si las dejas ir. Para que las disfruten otros, como las disfruté yo en su momento. Aunque no soy un fan de las tragedias. Las tragedias le gustan sólo a la gente trágica. No me refiero a tragedias como la de Edipo o la del Titanic o la del Hinderburg. O a más recientes, como la de las torres gemelas. Recordadas por la historia. La gente trágica disfruta de esas tragedias minúsculas. Que no le importan a nadie más que a ellos. Sus propias tragedias. Las insignificantes tragedias personales no son más que el reflejo de lo grandes que se sienten, sin serlo. A todos nos suceden cosas. La mayoría las sobrevivimos y aprendemos de ellas. Pero eso no cambia nada. El mundo sigue sin que le importemos. Nunca he podido entender eso de los demás. Qué les hace pensar que son tan importantes. Cómo se ven que piensan que al resto nos debería importar lo que les pasa. Quiero decir, he visto portadas de diarios con fotos de gente insignificante, que llama la atención de gente más insignificante que se preocupa de lo que les pasa. Que si se puso tetas. Que si se murió por imbécil. Que si la embarazó el más idiota del mundo y ahora no quiere reconocer a su hijo, como si no hubiera sabido eso en primer lugar. Autodenominadas noticias que se van tan rápido como llegan. Gente que desfila ante ellas y opina y se preocupa y luego sigue con sus vidas. Como si esas insignificantes vidas rellenaran el vacío de las suyas propias. El existencialismo no es lo mío. Confío en quien se supone debo confiar y hasta que merece mi confianza. Luego de eso, sigo con mi vida. La comparto con quien me comparte la suya y no me arrepiento de haberlo hecho aunque a cambio no haya recibido mucho. Bueno, me arrepiento sólo un poco, a veces, pero en general creo que estuvo bien. Digo lo que pienso y trato de no herir a nadie. Se me olvida que la verdad duele a veces. Y muchas he tenido que tragarme la rabia de saber mis propias verdades. Pero en silencio. Sin escándalo.

El otro día reflexionaba sobre las penas negras. Se me vino a la mente porque yo mismo andaba vestido de negro. Y llegué a la conclusión que la vestimenta y las penas negras tienen algo en común. La elegancia. Pero no la elegancia en un sentido puramente banal. La elegancia como algo digno de destacarse. El negro representa –o es, se supone- la ausencia de luz, o lo que es lo mismo, la oscuridad. Eso que impide ver lo que guarda. O lo que esconde. El negro no busca destacar. Está presente, hace lo suyo en silencio y se va cuando debe irse. O se queda y uno aprende a convivir con él. Como con la depresión. El color negro y la pena negra tienen dignidad. No buscan la luz, se esconden de ella. Incluso ante la luz se camuflan como una sombra más. He visto gente enfrentada a una tragedia personal y la ve como una oportunidad de brillar. Gente nefasta que sería capaz de lanzar fuegos artificiales con tal de hacerse ver en desgracia. Penas colorinches y chabacanas. Penas ordinarias y deslavadas, después de todo. Brillar en la desgracia, eso es lo que le gusta a la gente trágica. Eso es lo que no me gusta de ellos. Eso es lo que me hacer mirar las portadas de los diarios y sonreír condescendientemente. 

Algunas veces combino negro con gris. Es cuando trato de parecer normal. Otras visto una camisa blanca. Es cuando no quiero parecer un inadaptado. La elegancia, en todo caso, se mueve en la escala de grises. Y solo puede adornarse con algo rojo. Como la sangre.



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domingo, abril 12, 2015

Domingos dominicales.



Conozco un restaurante que es como viajar en el tiempo. A los ochentas. Una fuente de soda. Un sueño de infancia con olor a frituras y cerveza reposada. La gente que trabaja ahí me saluda y me pregunta cómo estoy. Saben qué quiero comer. Saben qué quiero beber. Es como estar en casa. O en la casa de otro igual a mí pero hace treinta años. Suena música que me recuerda a mi tía haciendo aseo o a mi nana preparando la comida. A tardes en el patio mirando devotamente a mi mamá. Dejándome regalonear. A domingo silencioso y sin nada que hacer más que ser sorprendidos por algún terremoto. Ese lugar me devuelve a una época que viví de niño, pero estoy seguro que habría sido así como es ahora. Conmigo en una mesa con asientos de respaldos cubiertos con cuero falso. Cabemos cuatro, pero estoy solo. Mirando hacia la puerta. Viendo a los indecisos titubear antes de entrar o seguir su camino. Pensando en lo agradable que es estar ahí con mis pensamientos. Es domingo. Tengo resaca. No sé que año es, en realidad. 


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