Aquel sábado desperté más
temprano de lo que quería. Había estado bebiendo la noche anterior y quería
dormir un poco más, pero fue el frío lo que me arrancó de ese extraño sueño.
Había un concierto en un lugar demasiado bonito, con árboles y gente sentada en
mantas en el suelo. Con copas de vino y niños y era de noche y la temperatura
estaba bastante agradable. También iba a venir mi madre, pero estaba comiendo
en el salón de un hotel cercano al lugar con sus amigas. Fui a buscarla y
estaba preciosa, como se veía de joven, alta, con un vestido negro
a la medida y algunas discretas joyas, y me dijo con una sonrisa que se iba con
sus amigas. Por alguna razón no quise volver al concierto y me dirigí a mi
habitación en el hotel. Llené la tina con agua tibia, me metí dentro y me
dormí. Desperté en el sueño con sensación del agua fría. El cuerpo entumido y,
además, rodeado de gente que no conocía. Luego desperté de verdad, con mucho
frío. Había estado durmiendo la última semana sobre la cama y tapado sólo con
una manta, porque el calor nocturno hacía las noches insoportables. Pero al
parecer, aquella madrugada había refrescado, influyendo en los acontecimientos
de mi sueño, supongo. Me desperecé y fui a prepararme el desayuno. Esa mañana viajaba
al sur, al cumpleaños de mi amiga de la universidad, "C", y pasaría a ver a mi madre,
que me quedaba de camino. Por los tragos que sabía iba a beber, le había dicho
a mi nana que llegara más tarde y no se apareció sino hasta cerca de las diez y
media, cuando ya casi estaba listo para partir. Conversamos unos minutos y se
quedó haciendo sus cosas. Bajé al estacionamiento, guardé mis cosas en el
maletero y emprendí mi viaje. A medio camino llamé a mi mamá para avisarle que
llegaría a almorzar con ella.
Cuando uno conduce por carreteras
vacías no tiene mucho que hacer salvo oír música, ver el paisaje y darles
vueltas a algunas cosas, así que estaba en eso, particularmente en el hecho de
que desde el año nuevo me había estado persiguiendo la idea de la razón de mi
venida a la capital hace exactos diez años. No hay mucho que pensar, es bien
simple, me vine por amor. Conocí a una chica hace casi doce años, me enamoré de
ella y decidimos casarnos. La verdad, yo decidí
casarme un poco forzado por la necesidad de seguridad que ella me pedía.
Seguridad que yo pensé le iba a dar casándome con ella. Así que nos
comprometimos y pusimos fecha y a los tres meses nos habíamos convertido en
marido y mujer. Pero no duró. Fue bueno al principio, pero pronto se
acabó. No sé si cambiamos o si terminamos viéndonos tal cual éramos y no nos
gustó lo que teníamos en frente. Esa misma noche, una chica me preguntaría de
quién había sido la culpa y quise ser objetivamente honesto y decirle que de
ambos -si es que podía haber un culpable- en la misma medida, cincuenta y
cincuenta, pero la verdad es que siempre he pensado que ambos somos totalmente
culpables, pero de dos cosas distintas: ella por exigirme ser alguien que no
era; y mía, por haber dejado que lo hiciera, a mi total y entero costo.
Perdido en mis pensamientos, sentí
que llegué demasiado pronto, así que crucé la ciudad recorriendo viejos lugares
de cuando vivía allí y, cuando me aburrí de dar vueltas, me fui a lo de mi
mamá. Ella me esperaba con la comida lista y hablamos de un montón de cosas. Le
conté de mi sueño y conversamos sobre comprar un sitio para hacer una casa de
campo. Sabiendo lo que me esperaba en la noche, dormí una siesta de dos horas y
partí aún más al sur. Conducía y oía música y divagaba sobre lo mucho que
extraño viajar con alguien a mi lado, en el avión, por las calles de ciudades
extranjeras o en el asiento del copiloto. Aunque se duerma. Aunque me haga
escuchar sus canciones de mierda. Aunque me haga parar en cada estación de
servicio para ir al baño o para comprar golosinas. Mis compañeras de viaje
siempre han tenido algo que hace que la travesía valga la pena. Aunque al final ellas mismas hayan terminado haciéndome querer lanzarme al camino con el auto en marcha.
Tomé la entrada norte y pasé muy
lento por fuera de mi universidad. Mirándola desde el camino no lucía como la
recordaba de hace casi quince años, cuando egresé, ahora lucía recargada de
esculturas y llena de nuevos edificios. Eso, al menos, es lo que pude ver desde
afuera. Me dejé llevar por la marcha del auto y fui al centro, a una cafetería
a comer mi plato favorito, más por gusto que por hambre, y una vez satisfecho
el antojo, me dirigí a la casa de mi amiga.
Vive en un suburbio que antes no
existía y que desconozco cada vez voy a verla. Un lindo barrio con casas estandarizadas
para el tipo de gente que habría sido yo mismo si no me hubiera ido de
provincia, así que es muy seguro que hubiera comprado una casa por ahí. Ella
sale a recibirme y nos damos un beso y un largo abrazo. Todos están junto a la
piscina, los chicos juegan en el agua y sus padres conversan sentados en el
pasto, tomando cervezas y otras cosas. Hay música y es un atardecer muy bonito
y, curiosamente, lleno de verde. No conozco a nadie de los presentes, salvo a los
dueños de casa. Me hago de una silla y los oigo hablar. No entiendo muy bien de
qué están conversando, hasta que mi amiga se instala junto a mí y nos ponemos a
charlar. Luego, llega otro compañero del curso, F, y su señora A, una chica que entró
a la carrera el mismo año que mi novia de casi toda la universidad y mi amiga
se va a hacer sus cosas de anfitriona y me deja hablando con ellos. La mujer de
mi compañero, A, a la que ubicaba, pero no conocía personalmente y más que nada por las
cosas que me había contado mi amiga de ella, resulta ser muy simpática y me llama
la atención la forma cómo me recordaba. En aquellos años, cuando avanzaba a
tientas en la oscuridad de la incertidumbre que provoca el ignorar quién soy y
en quién me voy a convertir, yo sólo quería pasar desapercibido, y no me
interesaba mucho hacer amigos salvo los que ya tenía, y vagaba por la
universidad vestido completamente de negro. Antes de que existieran los emos y
los darks, yo ya vagaba por la universidad arrastrando mi oscuridad por los
pasillos, la biblioteca, la cafetería, las salas de estudio y, por supuesto,
las aulas. Tan inseguro como sigo siendo y aunque ahora me pueda permitir vagar por
el mundo, realmente trato de no ser notado. Entonces ella va y me dice “te
recuerdo porque siempre andabas vestido de negro”. No era la primera vez que me
lo decía gente extraña. Al parecer mi plan de discreción fue un rotundo
fracaso y el negro terminó por llamar la atención. Por ella, también, me entero de que una chica que me gustaba mucho en
la universidad se había casado ese mismo día y no siento nada. Me pasa, a
veces, que me gusta alguien y lo olvido hasta que vuelvo a verla. Necesito la
presencia de alguien para poder definir lo que siento. Si ya no está más, es
muy difícil ser concreto, porque los sentimientos se me difuminan y se
transforman en otra cosa que no sé qué son. Pueden ser buenos recuerdos o puede
que no, pero sé que no son exactamente lo que me provoca la presencia de la
gente.
Al rato, y más entrada la noche,
llegan otras personas que conozco y que no veía hace mucho y converso con ellos,
me entero, a simple vista, que la novia de un amigo (cuyo hermano gemelo
también fue mi compañero y aún somos muy amigos; de hecho, almorzamos juntos
cada tanto y me ha invitado un par de veces a su casa) está embarazada. Dice
que le falta muy poco y que será una niña. Le digo que se ve muy linda, porque
de verdad se ve muy linda con su panza y todo. También felicito a mi amigo. La
noche avanza y veo que ya casi no queda nada para beber y me ofrezco para ir a
comprar, pero como también he estado tomando, no quiero conducir. Y aquí la importancia de llamar a la señora de mi compañero como "A".
Resulta que A, por esta noche, es la conductora designada de la pareja, ante lo que le pido que
me acompañe. Cuando volvemos, C y su marido están embromando a F en la cocina y hacen un silencio cuando entro. Les pregunto de qué
hablaban y mi amiga me dice que de mí. Los miro con cara de no entender de qué
podrían estar hablando y es mi F el que me cuenta que se había acordado
de que cuando estaba empezando a salir con A -con
quien vengo llegando, porque me acompañó a comprar-, pasó algo que terminó de
ocurrir ahora, más de quince, si no veinte, años después.
Fue en una fiesta en
la que estaba casi todo el curso, en casa de los padres de C, fiesta que
yo no recuerdo muy bien, para ser sincero. El asunto es que se produjo una
situación similar a la de aquella noche y que yo me ofrecí a ir a comprar, pero
que necesitaba que alguien me acompañara, y que entonces, A, a la que
sólo ubicaba de vista, se iba a ofrecer. Pero sus intenciones se vieron
diezmadas por la perentoria, específica y desde lo más profundo de su ser,
orden de mi compañero “no vayas con ÉL”. “Él” era yo. Cosa rara, no sé qué idea
tendrían de mí algunas personas. Por supuesto, nunca me enteré de aquello en la fista, hasta ahora. Le di las gracias por inflarme un poco el ego,
asumiendo que tenía que ver con sus propias inseguridades, y la noche siguió
como si nada.
En un momento dado, la novia
embarazada de mi amigo estaba tratando de sentarse con las piernas en alto
porque, dijo, tenía los pies hinchados. La verdad es que se los miré, pero no
sabía cómo eran sus pies normales, así que fui por unos cojines y ayudé a mí
amigo a levantarle las piernas, para aliviarla un poco. Me senté junto a ella y
nos pusimos a conversar. Hablábamos de los hijos, lo que significan, lo que
implican y por qué yo no tenía. Había varias razones y el tema dio para mucho,
pero terminamos hablando de mi matrimonio fallido, que, de pensamiento
recurrente, también estaba pasando a ser un tema recurrente, y de la
repartición de responsabilidad en su fracaso. Entonces se apagó la luz y mucho
más que eso no hablamos.
Hizo su aparición el marido de C con la torta de cumpleaños y algunas velas encendidas, todos comenzamos a
cantar el “Cumpleaños Feliz”. Por alguna razón, de la que no me enteré, le
cantamos dos veces. Comimos del pastel que estaba muy rico y seguimos bebiendo
y conversando.
Al final de la noche, quedábamos muy pocos ya. Yo estaba
borrachísimo. Tanto, que había considerado seriamente adoptar uno de los
pequeños gatos que mi amiga estaba regalando. Por suerte esa idea nunca
prosperó. La cosa es que al rato hablábamos de mi tormentosa vida romántica y lo que
más recuerdo es haber usado la expresión que ya me habían dedicado, le dije que
era un “lisiado emocional”. Que había algo que me faltaba, pero no le podía
decir qué era -porque en verdad no lo sé-, cuando mi amiga me lo preguntaba.
Repasamos mis breves e insignificantes últimas relaciones y ella insistía en saber qué era lo que,
yo no sabía, me faltaba: qué ninguna me parecía lo suficientemente acertada en comparación con alguien que sí. A continuación,
me deshacía en excusas, pero ninguna la convencía. Le hablé de una chica muy especial
con la que había estado, pero que era de lejos y de las muchas malas razones por las cuales era complejo estar
juntos, ella asentía condescendiente y yo arremetía con más excusas. Me preguntó si estaba
enamorado de ella, porque -agregó- sonaba como una chica lo "suficientemente acertada". Le dije que no sabía, pero sólo porque no recordaba cómo era estarlo, pero lo que sí sabía, es que era adictiva. Esas palabras utilicé y le expliqué que me refería a que puedes
sentir cuando te hace falta. Que sé que me hace bien, pero que, dadas mis limitaciones emocionales, tenía miedo de no ser capaz de controlar lo que saliera de mí, si simplemente lo dejaba ir. Que más que un presentimiento, era un presagio. Y cuando estoy diciéndole eso, sin querer
pienso en aquello de que quien trata de evitar su destino sólo contribuye a
crearlo. Me miró y volvió a preguntármelo. “¿Pero la amas?”. No sabía qué
decir, salvo que la verdad es que todo es tan complicado. Tomó mi mano, me miró sonriendo y me
dijo “Si no es complicado, entonces no es amor; y si es amor, -giñó un ojo- es inevitable”.
Ahora, no sé qué pensar de eso.
No sé qué pensar de todo. O de nada. No sé. En verdad quisiera que todo fuera
mucho más simple. Que yo no fuera yo. Sino ese que los demás creen que soy.
Esta obra está bajo una
licencia de Creative Commons.